Por Silvana Vetö
«La risa de Michel Foucault».
Sobre Michel Foucault, una lectura posthumanista. Ética, política, porvenir
«La risa de Michel Foucault» es el título, que he robado, de uno de los escritos contenidos en el libro del psicoanalista e historiador jesuita Michel de Certeau, titulado Historia y psicoanálisis entre ciencia y ficción, y que reúne una serie de textos sobre Foucault, Freud y Lacan.
Leí por primera vez este libro alrededor del año 2009, cuando recién comenzaba el doctorado en historia en la Universidad de Chile. En ese tiempo, mi lectura se orientaba principalmente a la relación entre psicoanálisis e historia, y no era particularmente Foucault quien más me interesaba de los tres autores abordados por De Certeau. Sin embargo, fue ese texto sobre la risa de Foucault, el que capturó mi atención. No me había detenido aún en la posibilidad de considerar la risa como gesto filosófico, y también me interesó tratar de entender qué es lo que le permitía a De Certeau reunir a estos tres autores, más allá del interés, la admiración, la amistad incluso. Me parece que justamente aquello que hace nudo entre Foucault, Freud y Lacan esla risa. Aunque esta cumpliría una función muy diferente en el pensamiento de cada uno, en los tres casos tiene un rol central. En el caso de Freud, la risa estaba profundamente involucrada en uno de sus primeros libros (El chiste y su relación con lo inconsciente fue publicado en 1905), formulada como manifestación del acontecer inconsciente; en Lacan, como señala De Certeau, «el arte de reír» era también entendido y ejercido como « arte de perder»; y en Foucault, como veremos, es indicativa de la potencia revolucionaria del pensar ydel vivir en acuerdo con una cierta filosofía post-antropocéntrica y anti-metafísica.
La risa, me parece, debe ser considerada un elemento imponderable de la práctica filosófica, al menos de cierta práctica de la filosofía: no de aquella que se contenta con hacer historia del pensamiento, de las ideas filosóficas o de los grandes maestros, no de aquella que descansa al recorrer y contemplar los avatares de lo establecido, sino de aquella que puede servir –como escribe Deleuze a propósito de Foucault–, para «buscar nuevas armas». En la línea, tal vez, de lo que planteó Pierre Bourdieu sobre la sociología al decir que se trataría de un «deporte de combate».
Risa, filosofía, combate.
¿Cómo entender la relación entre estas cosas, en apariencia tan disímiles?
«La filosofía se siente pequeña ante [los] poderes [de la informática, la comunicación y el marketing] –escribe Deleuze– pero, si muere –añade–, al menos será de risa».
A diferencia de lo que podría pensarse, la filosofía no morirá desplazada por los artefactos técnicos del capital, sino que, si ha de morir, será de llegar a ocupar una posición tan desplazada, tan descentrada respecto de lo útil y de la mercancía, que se comerá a sí misma, que se atragantará sola en su propia risa, hasta hacerse desaparecer.
Como explican Deleuze y Guattari, la filosofía no es comunicativa, contemplativa ni reflexiva siquiera, sino creadora. Su función es la creación de conceptos y, en ese sentido, es revolucionaria. Pero para que efectivamente lo sea, los conceptos deben involucrar necesariamente cierta extrañeza, agregan.
Los conceptos deben dejar a quien lee sin pie, sin piso. Al borde del abismo. La extrañeza es desestabilizadora, es una grieta. Y la extrañeza, como señalará Foucault a propósito de Borges, nos puede hacer reír.
Como bien señala Iván –y como no deja de hacerlo De Certeau– Las palabras y las cosas (1966), texto clave en la crítica foucaultiana del humanismo y de la ontología antropocéntrica, se inicia con la risa de Foucault frente a la taxonomía incongruente y heterotópica de Borges: «Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude, al leerlo, todo lo familiar al pensamiento…» (p. 9), escribe en la primera línea del Prefacio.
A través de la grieta abierta por esa risa asoma, para Foucault, un orden otro, y con él la posibilidad misma de pensar de otro modo, la potencia revolucionaria de la filosofía, su función creadora de conceptos paradojales, en cuanto no sólo desafían el sentido, sino que desestabilizan la aritmética misma del sentido y el sinsentido.
Como escribe De Certeau:
«Agarrado por la risa, afectado por una ironía de las cosas que es el equivalente de una iluminación, el filósofo no es el autor sino el testigo de estos relámpagos que atraviesan y transgreden el cuadriculado de los discursos sustentados en razones establecidas. Sus hallazgos son los acontecimientos de un pensamiento que aún no está pensado. Esta inventiva sorprendente de las palabras y de las cosas, experiencia intelectual de una desapropiación instauradora de posibles, Foucault la marca con un reír. Es su firma de filósofo a la ironía de la historia» (p. 41)
Así es como se puede entender la maravillosa respuesta de Foucault ante el auditorio de Belo Horizonte en 1973, inquiriéndolo para saber desde dónde habla, qué lo autoriza: «¿Quién soy yo? –dice Foucault– Un lector». La extrañeza, la risa, la desestabilización, el ímpetu de la búsqueda, emergen desde la experiencia de la lectura. Es decir, no desde Él, Michel Foucault, como un Yo, una identidad, sino desde esas marcas de alteridad que, muchas veces inadvertidas, están presentes en los textos, archivos y documentos. Marcas que nos interrogan, que nos miran mirarlas, y que nos sorprenden, nos «atraviesan y transgreden» como relámpagos iluminando una nueva zona, una nueva tierra de posibles.
En las desgarraduras, desbordes, rupturas y discontinuidades de procesos judiciales aparentemente anodinos, de alucinantes historiales clínicos –seres sin importancia para la gran Historia–, en la literatura de Borges o Sade, o la poesía de Hölderlin o Mallarmé, lo que asoma, es la posibilidad de eso que, con Canguilhem, Iván Torres llama «condición de otra historia». Es decir, una arqueología. Una historia otra que, a partir de la muerte de Dios, y con él, del hombre, sucedería por fuera de la antropología. También una filosofía otra que no apuntaría ya a la seriedad reflexiva de un Kant que hace de la finitud el quid del conocimiento y de la verdad, sino a una risueña jovialidad, en la estela de Nietzsche, que no teme perderse en los simulacros de la verdad, en la experiencia trágica del límite, el afuera y la transgresión.
Al final del primer capítulo del libro, llamado «Pertrechos contra el humanismo», Iván escribe lo siguiente:
«la arqueología constituiría un primer intento por dar lugar a una filosofía de combate, situada sobre una comprensión filosófico-política del agón trágico nietzscheano, que dispone la posibilidad de otro pensamiento filosófico y político…»
Un pensamiento filosófico y político que no se sostenga ya en lo que Iván llama una «máquina antropológica»: en los mitologemas del origen, en la soberanía del sujeto y el liberalismo político, sino en un ethos o una ética de la vida planetaria, es decir, una ecología, un forma de vida a la vez singular e imaginativa, que se afirma tanto en la inservidumbre y la revuelta frente al ser gobernadxs, como en el cuidado y la reparación del daño, es decir, como escribe Iván siguiendo en este punto la lectura de Lazzarato, el estar-juntxs-contra, es decir, lo cito: «luchar contra aquellas fuerzas que mortifican la vida y la despotencian».
Retomemos entonces la risa, ese afecto que abre la fisura hacia el extravío. Foucault se deja afectar por Borges. Ríe y, desde ahí, crea. O, dicho de otro modo, algo ríe en Foucault al leer a Borges y entonces, ese afecto, en Foucault, deviene otra cosa, se adhiere y conecta a otra cosa:
«Foucault ofrece en la risa filosófica –escribe Iván– un gesto de distancia, vale decir, un silencio que no es mutismo, sino abismo de una comunicación que se extravía por la senda de otro modo de pensar –de otro comienzo–, en el umbral abierto por la luz solar del último hombre» (Torres, p. 122-123).
La figura de la risa nos permite destacar el hilo que recorre el trabajo serio, pero a la vez jovial de Iván: que la crítica del humanismo y de la ontología antropológica que subtiende toda la filosofía es un punto de capitón en el pensamiento de Foucault, el que se deja advertir ya en sus primeros cursos y textos (de mediados de los 50), abriendo el abismo para un pensamiento filosófico otro.
Así, Iván nos muestra que las huellas de la crítica al humanismo y la antropología que sostiene a la filosofía hasta Nietzsche (lo que podría denominarse un pensamiento post-humano en Foucault), se despliegan y dispersan en todo su pensamiento, adivinándose en cada una de las figuras que le permiten acercarse dicha crítica: la locura, la clínica, la sexualidad, los anormales, las prisiones, el castigo, la infancia, entre otras.
Iván nos muestra que este recorrido se engarza en una lectura de Kant que es empujada por Heidegger y Nietzsche, tomando de este último filósofo alemán la potencia que le permite elaborar, junto a un pensamiento de lo otro, una experiencia otra, es decir, poner en práctica y ejercitar las posibilidades de una vida otra: la posibilidad de un pensamiento no antropológico y, con ello, una filosofía de la desubjetivación. Y, así, plantea Iván, «la posibilidad de pensar una filosofía como experiencia transformadora, indisociable de la vida y sus incesantes modulaciones».
No se trataría –señala en otro lado– «de la formulación de “otro” humanismo, sino de intentar hacer de la filosofía una experiencia transformadora e impersonal, a contrapelo del modo en que se ha entendido y practicado la filosofía en Occidente desde su formulación platónica».
Para terminar este pequeño comentario, creo que es importante subrayar que el recorrido trazado por Iván tiene varias particularidades. Y no es sólo que sea en extremo minucioso, erudito y a la vez ágil, sino que propone una lectura viva de Foucault. Una lectura que nos permite pensar el presente con Foucault, y no en el sentido de una caja cuyas herramientas, de algún modo deshistorizadas servirían para pensar otros momentos históricos, sino en el sentido en que nos muestra que aquella trampa de la interiorización y, a la vez, trascendentalización, de la finitud, que Foucault descubrió tempranamente en Kant, es aquello que de algún modo aún entrampa las posibilidades de pensar la vida.
Es necesario dejar de pensar desde el hombre, desde el humanismo, desde el antropocentrismo, desde la soberanía, desde el liberalismo, desde la finitud, y empezar a pensar desde la fuerza, desde la vida, que no es sólo, ni mayoritariamente, humana. Ese fue, nos muestra Iván, el proyecto de Foucault, y ese proyecto sigue abierto, sigue pendiente y tiene hoy, incluso, una urgencia mayor que la que tenía en la época de Foucault:
«Sólo atendiendo a estos problemas, se abre la posibilidad de estabilizar una ontología sobre nuestro presente y, junto a ello, desbordar la clausura antropológica de la política para inclinarla hacia una ecología que involucra una relación de cuidado, entendiendo que “ecología” constituye el vocativo de un estar-en-común impersonal –allí donde el otro excede sus formas humanas–, vale decir, un ethos que nos hace comparecer al carácter abierto y relacional de la existencia».